La humildad: imprescindible valor
Hace varios años tuve una experiencia, relacionada con la virtud de la humildad. Hermoso valor que, aunque muy sobrio, embellece al ser humano.
A mis 26 años, solía correr con cierta regularidad. Por esto, mantenía un estado físico aceptable que me hacía sentir orgulloso por lograr un promedio de distancia de 10 K sin terminar agotado.
Una tarde de sábado, un vecino con quien tenía poca relación, de unos 45 años, con un físico de etíope se me acercó y me convidó a correr. Yo acepté, y le advertí que solía correr 10K y a un buen ritmo de trote. El guardó silencio. La cita quedó para el día siguiente, pero confieso que quedé un poco preocupado por su aparente poco perfil de corredor.
El domingo muy puntual nos encontramos. Mi vecino llevaba una camisilla y una pantaloneta corta que lo hacía ver más famélico. Le pregunté como se sentía y me respondió que bien, sin embargo, le sugerí que corriéramos 5K por ser el primer día. El me respondió que tranquilo, que la distancia la daban las piernas.
Trotando suave, partimos hacía una autopista cercana y luego de avanzar unos 800 metros, mi vecino me dijo que tomáramos un desvío hacía una zona campestre con mejores condiciones para el ejercicio. Luego de 10 minutos de trote llegamos a una bifurcación del camino. Mi guía, me dijo: la ruta de la izquierda es una vuelta que tiene unos 20 K con llegada a este mismo punto y la de la derecha tiene unos 5K de recorrido. ¿Cuál quieres tomar? Me preguntó. Yo, pensando que él no pudiera dar la talla, le dije que tomáramos la ruta más corta.
Una vez que tomamos el camino, mi vecino me dijo que fuéramos aumentando poco a poco el ritmo de carrera. Eso desafió mi ego y más por arrogancia que por mi capacidad intentaba mantener su paso, hasta que pocos minutos después me fui quedando atrás. Mi vecino empezó a correr como una gacela y de su imagen solo quedó una pequeña figura a lo lejos. Al poco rato vi una nube de polvo que se avecinaba; era mi vecino que regresaba para darme ánimo, pero ya yo ese ritmo de correcaminos no podía sostenerlo. Se iba y regresaba a la misma velocidad para darme aliento, pero su paso era monstruoso.
Después de repetir eso unas cinco veces durante el recorrido, volvimos a casa y en el camino le dije que estaba muy sorprendido de su rendimiento físico y que ¿cómo lo había logrado? El simplemente me respondió que le gustaba correr mucho y que llevaba años haciéndolo. Pensé, es exactamente lo mismo que hago, sin embargo, estoy muy lejos de ese nivel.
Luego, me preguntó si quería tomar café en su casa y yo acepté. Cuando entramos observé que, en la sala, en un pasillo y casi en cada rincón de su casa tenía un trofeo o una medalla de todos sus logros como atleta. La mayoría eran de campeón o subcampeón de maratones y medias maratones. Quedé sin palabras. Le pregunté porque no me había contado que era un atleta de élite y él solo se limitó a sonreírme y a responderme: “nunca me lo preguntaste”.
Eugenio nunca hizo alarde de su calidad como atleta de élite, ni se enorgullecía de su superioridad frente a mí, pues me contó también que era su esposa a quien le gustaba exhibir sus trofeos en la casa. Y no lo hacía porque él pensaba que a pesar de su éxito no desconocía sus limitaciones, la superioridad de otros en su campo y la capacidad que tenemos todos de poder crecer y lograr el mismo nivel de calidad. ¡Que impresionante lección! Mi nuevo amigo, prefería ejercitar valores como la modestia, la sobriedad y la mesura en lugar de la arrogancia o presumir de su talento.
Esta lección me quedó para toda la vida. A partir de ese día aumentó mi admiración y respeto por él; más por su humildad y calidad como persona que por sus triunfos como corredor.
Te invito a reflexionar como practicas la virtud de la humildad en cada contexto de tu vida.
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